viernes, 20 de abril de 2012

Guardo tu voz

                                 Más adentro del viento, del río y de la lluvia guardo
                                 tu voz amada de sol y lengua tibia. Mi tacto y amor
                                 en este mundo nuestro.
                                                                M.A. Migliarini
  
Te veo indómito, radiante,  envuelto en esa valentía que hervías en una cuchara. ¡Cómo discrepa esa falacia valiente  con el dulce color marrón de tus ojos!
 Te veo, frente al espejo, mirándote, acicalándote, peinándote con tanto esmero, con tanto cuidado, que parecías un artista a punto de salir al escenario.
Sí, supongo que la vida para ti era un espectáculo, una dura prueba que sorteabas cada día.

Esa imagen tuya, frente al espejo se me repite una y otra vez, y no sabría decirte porqué, pero lo cierto es que creo que en ese mismo momento, mientras te atusabas el pelo, y yo no dejaba de mirarte, ahí mismo, decidiste acabar con todo, y esa sonrisa nerviosa, esa sonrisa desdibujada que sólo yo capté, ese tic fugaz, te delató. Ahí comprendí que decidiste arrasarte. 
Y  sentí como dabas por pérdida la batalla que durante diez años llevabas luchando contra ti mismo.
Ahí estaba yo, en un plano espacio-temporal perpetuo, observando esa sonrisa que te dedicaste a ti mismo, esa sonrisa mortal,  mientras te asombrabas del atisbo de inocencia que aún conservabas, de la bondad que nunca perdiste y de la profundidad de tu alma.

Recuerdo muchos momentos, nuestros, de los dos, y se me aferra a los huesos el respeto que sentía por ti, incluso el miedo que podías infundir, el halo de solemnidad que te rodeaba. Y es que eras demasiado perfeccionista, y cómo no, también lo fuiste  para tu propio fin, ese que empezaste a confeccionar  diez años atrás, con tan sólo catorce.
Eras un ser apasionado, espiritual, introspectivo, tímido, silencioso, pero en desequilibro.
Sé que fuiste una versión masculina mía, por eso te intuía con tanta facilidad, por eso podía oírte aunque no hablaras. Y, créeme, sé cuánto sufriste, cuánta amargura disimulabas y cuánto dolor te llevaste contigo.

Me pediste perdón, perdón porque tu vida afectara tanto a la mía, pero en ese momento no logré entenderte, era muy pequeña y aún no había conectado con el mundo a través de los silencios, de las miradas. Tú te diste cuenta, pero no obstante me lo pediste, para que veintiséis años después pudiera perdonarte.

Guardo tu voz, la nuestra, cantando, riéndonos, tocando la guitarra. Una voz de niña y una voz de un  joven, que cantan afinando hasta casi romperse las cuerdas vocales. Guardo tu voz, y en todo este tiempo sólo he podido escucharte una vez, en una entrevista que te hicieron desde la radio. Y te guardo, aunque hasta ahora no haya podido escribir nada de ti, tú que fuiste el primero en leer las primeras poesías que hice a los ocho años, tú que  me hacías  sentir tanto orgullo, Y nunca he podido escribir sobre ti, quizá porque sea lo mismo que escribir sobre  mi.

Acabo esta carta,  como una más de las muchas que compartimos,  a las que guardo en la misma caja donde está tu voz, junto a algunos de los  regalos que me hiciste ( un  puzzle, un reloj de niña azul digital), y también algunas de tus cosas, como el  pequeño ambientador verde que acompañaba a tus llaves. Te decía, acabo esta carta, como acababa las otras que  te escribí hace ya tanto, diciéndote, que te echo de menos, que te quiero, y que me siento muy sola sin ti. Y añado, hoy sé que sería mejor persona si estuvieras a mi lado, que sería más completa, y sé, que cantaríamos juntos, llenado cajas y cajas con nuestras voces, con nuestras risas, con nuestras vidas.



Virtudes Montoro López © 2011