viernes, 9 de abril de 2010

Fragmento de la inacabada " El Indescriptible olor de María"




Yo nací envuelto en mantos limpios con olor olivo y a limón. Se puede decir que fui un milagro de la naturaleza, casi divino. Mi madre Consuelo, una mujer cincuentona harta de haber parido, me engendró en su vientre seco y estéril.
No fui una carga venida a deshora, mi sorprendente estampida en el mundo supuso, además del asombro de mis padres, el cuidado de un hijo nieto que, ahora la soledad de ambos, tanto ansiaban.

Cuando tenía dos años, tenía sobrinos de diez, y mis hermanas eran unas mujeres fuertes y seguras que me acogieron como un hijo más. Realmente cuando tuve conciencia de mi estatus en la familia, no logré ubicarme; ¿era tío o sobrino, hijo o nieto, hermano o hijo?
Así, crecí creyendo que era un enano venido de otro mundo, como mordazmente que explicaba mi sobrino Emilio.

Eran años de posguerra, de pobreza y miseria donde el hambre era tan frecuente como los días que pasaba entre olivos, morales, gatos esqueléticos y mugre.

Mis padres contaban con lo suficiente para apenas subsistir, pero aún así, yo era un niño privilegiado, que despilfarraba mi semanada gustosamente en curiosos peos enlatados que un vecino, apodado “El Tifón” vendía por un real. Este empresario inteligente, pronto prosperó en el negocio, y por devolverle la lata, añadía un resonante eructo que siempre olía a chorizo. Los niños hacíamos colas con nuestras viejas latas para oler tan preciado aroma.

Esa niñez limpia que ahora veo llena de risas y carcajadas me la recordaste tú, María.
Esas calles blancas por las que corría sin cesar, ese interminable campo de olivares, de frutos cuajados al sol dejados a su antojo, lleno de luz y de amigos, de fechorías, los he visto en tus ojos color cereza, la he vivido en tus recuerdos, la he vuelto a sentir fresca en mi memoria gracias a tu generosa sonrisa.
María, eso ocurrió cerca de la mitad de nuestras vidas, muy lejos de aquí.

Mi padre con sus impenetrables ojos azules y su pelo negro como el hollín, me hizo amar las ideologías, el gusto por un buen debate y el sabor ácido de la victoria y del silencio que unas palabras bien pronunciadas y adecuadamente entonadas producen.
Ese simpático abuelo, de interminable inteligencia, curtido por el frío y por el sol castizo, impregnó en mi esencia un indescriptible amor al campo.
Me enseñó sentir el inmenso placer que produce el sabor de la tierra recién llovida, la belleza que contiene una semilla, la fragilidad de los cultivos...

Alfonso, mi padre, amaba la tierra tanto como a mi madre, ambas le hacían sentirse libre. Las cuidaba con ternura, hablándolas dulcemente y acariciándolas hasta que, mujer y tierra abrían sus fauces y se entregaban a sus sabias manos.
“El poeta”, como así lo llamaban en el pueblo, tenía sobrada fama de justo y trabajador, hombre de muchas palabras y poca soberbia.
Mientras sus congéneres viriles demostraban su hombría con palizas y borracheras, este excepcional hombre regalaba a mi madre, noches de halagos inacabados y caricias con olor a tierra mojada.

Siempre he tenido la certeza de que ese amor desmedido fue la causa de que mi madre quedara en cinta cuando ya no tenía sangre para engendrar a un ser.
Ese deseo puro, esa felicidad compartida, esos secretos abrazos, fueron los que me concedieron el privilegio de nacer.
¡Cuántas veces he visto a mi madre esperar ansiosa la llegada de mi padre, enarbolando todo a su paso, riendo y musitando sin parar!. Cualquiera hubiera pensado que se trataba de una vieja loca, con su larga melena blanca desparramada, su piel tersa y firme y sus ojos llenos del brillo de la espera.
Esta fascinante mujer, olía a hierbabuena, sus besos eran pura miel, y sus caricias constantes; delicado aire. Al igual que la tierra era callada pero brava, sencilla y silenciosa.
Ha sido la templanza, la sonrisa, en definitiva, ese lado femenino que llevo tan dentro como el masculino. Todo un andrógino, María.

Esos años fueron una continua sensación de bienestar, de amaneceres tardíos a la maldad del hombre, faceta que hasta muy tarde no conocí.

Me fui haciendo hombre a la vez que mis padres se disolvían en un solo ser.
Así los veo ahora, riéndose a la par, comiendo al unísono, respirando un aliento compartido. Aunque solo reía ella, solo comía ella, solo soñaba despierta.
La muerte de mi padre enlutó la mente de mi madre, tanto amor es imposible sacárselo de encima. Por eso decidió irse con él aún en vida.
A pesar de sus deseos de volver a sentir a Alfonso, “el poeta”, abrazando su cintura, acariciando sus cabellos, susurrándole al oído, ella murió cinco años después.
Por entonces yo era el alma ausente de ambos.

Todos los derechos reservados
Virtudes Montoro López 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario